Época: Aragón Baja Edad Media
Inicio: Año 1387
Fin: Año 1412

Antecedente:
Aragón: de Pedro el Grande a Juan II
Siguientes:
Continuidad y cambio en política exterior
El Compromiso de Caspe

(C) Josep M. Salrach



Comentario

En los años de gobierno de los dos últimos monarcas de la dinastía originaria, Juan I (1387-96) y Martín el Humano (1396-1410), se hicieron evidentes las dificultades de todo orden que atravesaba la Corona de Aragón, que se tradujeron en retrocesos y cambios de orientación en la política exterior, y en divisiones y confrontaciones sociales en el interior.
Es posible que, como quiere M. de Riquer, Juan I quisiera llevar adelante una política personalista prescindiendo de los fueros e instituciones representativas de los reinos, pero carecía de los recursos económicos necesarios para ello. Fue, en realidad, un monarca débil y posiblemente indolente, que se rodeó de una camarilla de favoritos despilfarradores, tomó algunas medidas aparentemente contradictorias (anuló medidas democratizadoras de los municipios dictadas por su predecesor, pero concedió a la pequeña nobleza el privilegio de formar un cuarto brazo en las Cortes) y, acuciado por problemas financieros, pudo realizar turbios manejos e incluso cometer traición. Reunió las Cortes generales en Monzón (1388-89) donde los estamentos se resistieron a sus demandas de subsidios, que Juan I justificaba por la necesidad de luchar contra los rebeldes sardos y contra una invasión de Cataluña que supuestamente preparaba el conde de Armagnac, heredero de los depuestos reyes de Mallorca. Al respecto, resulta muy sospechoso que el prestamista Luchino Scarampi, no sólo fuera acreedor del conde de Armagnac y de Juan I, sino que además se encargara de reclutar las tropas del presunto invasor. Los estamentos, que quizá desconfiaban de la palabra del monarca, no sólo no le dieron el dinero solicitado sino que le exigieron la expulsión de algunos de sus consejeros. Lejos de acceder, Juan I disolvió las Cortes y, rodeado de su camarilla, se distanció todavía más de los estamentos.

Inevitablemente el conflicto estalló en 1396, cuando el rey pidió unas determinadas ayudas económicas al gobierno de Barcelona, y los consejeros, secundados pronto por los jurados de Valencia, no sólo se negaron sino que exigieron el saneamiento de las finanzas reales y la expulsión de los malos consejeros, sospechosos de traición. En aquellos momentos, después de las ventas e hipotecas de bienes, jurisdicciones y rentas reales efectuadas por el Ceremonioso, la situación de las finanzas era catastrófica, hasta el punto que, según los jurados valencianos, el monarca no podía costear su propio sustento sin pedir prestado o recurrir a las ayudas de las ciudades.

Pero, más que al monarca, los gobernantes de las ciudades hacían responsables de la situación a sus consejeros. Así, no es de extrañar que, cuando Juan I murió sin descendencia masculina (1396) y le sucedió su hermano Martín el Humano, treinta y ocho consejeros y funcionarios, entre ellos el gran escritor Bernat Metge, fueran formalmente acusados de malversación, corrupción, cohecho y conspiración, y juzgados y condenados a penas de prisión y multas. Si no hubo condenas a muerte quizá fue porque el tribunal se percató de que una ruina tan grande del patrimonio real no pudieron crearla solamente un grupo de consejeros en tan pocos años de mal gobierno.

Cuando se produjo la muerte de Juan I, su hermano y sucesor, Martín el Humano, se encontraba en Sicilia ayudando a la reina María de Sicilia y a su hijo Martín el Joven a pacificar este reino agitado por enfrentamientos nobiliarios. Durante los meses que transcurrieron hasta el regreso del nuevo rey a la Península (1397), ocupó la regencia su mujer, la aragonesa María de Luna, que contó con el apoyo de las ciudades, encargadas del proceso contra los consejeros del monarca difunto.

En política interior, lo más relevante del nuevo reinado fue la tarea pacificadora y el intento de sanear las finanzas reales. El monarca adoptó un papel moderador y de respeto a las leyes e instituciones de sus reinos y, consciente de las dificultades del momento, reunió Cortes en Zaragoza (1398), Valencia (1402), Maella (1404) y Perpiñán (1406), seguramente con el propósito de obtener la colaboración de los estamentos a su política restauradora. Pero los estamentos catalanes se mostraron especialmente insolidarios y desunidos, como si hubieran perdido el sentido histórico, aunque el problema no era exclusivo de los catalanes. De hecho, la ruptura del tejido social, efecto de la crisis, era general en los reinos de la Corona, y por ello el monarca se vio obligado a viajar incesantemente y pacificar villas y ciudades donde nobles y ciudadanos ennoblecidos formaban bandos y se combatían entre sí, a veces con extrema violencia. Sin duda, detrás de las luchas se escondía el deseo de controlar el gobierno y las finanzas locales, a fin de obtener con ello ingresos auxiliares que complementaran las rentas patrimoniales que la crisis desgastaba. Quizá los más importantes de estos enfrentamientos (al menos por las consecuencias que tendrían en el futuro conflicto sucesorio) fueron los de los Vilaragut y los Centelles, en Valencia, y, especialmente, el de los Luna y los Urrea, en Aragón, que no supo atajar el lugarteniente general del reino, Jaime de Urgel, quien se enemistó con los Urrea y fue acusado de parcialidad.

Más importante que la tarea pacificadora fue el intento de sanear las finanzas reales, condición necesaria para poder llevar adelante la empresa urgente de pacificar Sicilia (donde reinaban con dificultades María de Sicilia y el heredero de la Corona, Martín el Joven) y Cerdeña. El proyecto se basaría en la restauración del patrimonio real mediante operaciones de redención o recompra, de los bienes y jurisdicciones reales alienadas, a sus antiguos compradores o a los herederos de éstos. La fuerza jurídica para estas operaciones procedía del hecho de que las ventas de patrimonio y jurisdicciones reales generalmente se habían hecho a carta de gracia, es decir, con pactos de retroventa. El problema estaba en la falta de liquidez del monarca para llevar a cabo un número tan elevado de recompras. La solución consistió en interesar en la operación a los propios habitantes de los territorios o señoríos jurisdiccionales alienados, con quienes los agentes del monarca pactaron compensaciones (rebajas de impuestos, amortización de rentas, privilegios) a cambio de dinero. Así, los campesinos, habitantes de los antiguos señoríos reales enajenados (en manos de la nobleza, por tanto), fueron autorizados a celebrar asambleas para discutir las propuestas y formar sindicatos para reunir el dinero de la redención, con lo cual ensayaron los mecanismos que pronto aplicarían en la guerra remensa. Pero este proyecto de restauración, en gran medida, fracasó porque los nobles, poseedores de patrimonio y jurisdicciones reales, obstaculizaron su desarrollo y porque el propio rey, acuciado por la necesidad de llevar una expedición a Cerdeña (1408-10), vendió patrimonio y jurisdicciones aunque, en 1399, había declarado que estos bienes y derechos eran inalienables.